Todos sabemos que un perro nos ofrece la mayor de las lealtades, difícilmente podremos encontrar una mascota más fiel. Conocí un jefe que buscando la mejor solución a un problema que tenía, tuvo la genial idea de pensar que todo lo resolvería con un buen amigo, un perro.
Para situarnos en el contexto correcto, estoy hablando de otoño del año noventa, una de las más grandes empresas del Campo de Gibraltar, y cuando digo grande, es muy grande, voy a ver si consigo ponerles en situación. Por aquel entonces se firmaba el convenio laboral año a año en aquella empresa, que tenía cientos de trabajadores. Jefe recién nombrado que quería ceder lo menos posible a los sindicatos, para hacer valer su posición. Los representantes de los trabajadores, acostumbrados a presionar un poco más del máximo, amenazas de huelga y enfrentamientos serios entre la parte sindical y la dirección de la empresa. Que conste que cuando digo «enfrentamientos serios» es una forma muy suave y dulce de explicar lo que pasaba.
Las oficinas de dirección eran realmente resultonas. Recordándolas con la perspectiva de los años, eran muy modernas para aquellas fechas. En la parte central del edificio de las oficinas había un patio central acristalado de unos cinco por cinco metros. Una grava, unos troncos y ramas secas, también alguna planta, convertían aquel espacio interior en una imagen bella y hasta decorativa. Hoy lo reconocería como un jardín Zen, entonces no sabía ni como se llamaba. Aquel jardín daba luz natural a los pasillos de las oficinas, también al despacho del director. Una pared completa de aquel despacho daba a aquel jardín.
Con el enfrentamiento, por la renovación del convenio, entre empresa y trabajadores en su nivel más alto, los sindicatos ponen encima de la mesa una amenaza de huelga para tal día. La dirección no cede, los sindicatos se preparan, imprimen muchos carteles de la huelga para hacerse ver. Aprovechando la noche, alguno de los huelguistas, toma una escalera y sube al tejado de las oficinas por la parte menos visible para los de seguridad. Lleva un cubo de cola, su brocha y un gran puñado de carteles animando a la huelga. Una vez arriba, sube la escalera también, la coloca para llegar al jardín Zen y baja el resto de cosas con las que ha subido, contando con la tranquilidad de que nadie molesta en las oficinas, se toma su tiempo y termina tapando todos los cristales del jardín, los que daban a los pasillos, pero sobre todo, el que daba luz al despacho del jefe. Cuando este llego a su despacho a primera hora, se encontró con una pared completa de carteles animando a la huelga. Alguien el día anterior había inutilizado la cerradura del jardín Zen con silicona. La decoración sindical se mantuvo más tiempo del que hubiese querido aquel jefe en su año de debut en aquella plaza.
Una vez se solucionó el convenio de aquel año, para el jefe había sido una verdadera afrenta que los del sindicato empapelaran aquellos cristales. Poco después tuvo una reunión con el delegado de la empresa de seguridad externa, que era donde yo trabajaba. El jefe dice que aquello no puede volver a ocurrir, faltaban diez meses para el próximo convenio, pero aquel hombre lo quería tener previsto todo con la suficiente antelación. Se le propone poner cámaras, pero dice que lo último que quiere es tener grabado como se ríen de él, lo que quiere es evitar que vuelva a ocurrir algo semejante. Le dice que sabía que nos iban a traer un perro adiestrado para la refinería de Cepsa, que era donde yo trabajaba, que él quería otro, pero más especial. Le dijo lo que necesitaba, un perro que trabajase solo y que defendiera aquel jardín, nunca mejor dicho, con uñas y dientes. También quería que desde aquel momento, cada hora que estuviesen las oficinas sin trabajadores, los vigilantes se dieran una vuelta por el interior, para evitar que tuviesen tiempo para llenarlo todo de carteles, con especial atención a que no volvieran a inutilizar otra vez la cerradura.
Nos trajeron a la refinería un pastor alemán adiestrado, que era un lujo, Robert se llamaba. Solo atendía nuestras ordenes cuando teníamos puesto el uniforme completo, después de trabajar ocho horas con él, te vestías de paisano y parecía no conocerte, eras un intruso más. No me quiero extender, pero era un placer trabajar con aquel animal, yo tuve la fortuna de recibirlo y de ser de los primeros en conocerlo. En el mismo transporte especial canino de la empresa, venia un gran perro negro, estaba tumbado, no levantó ni las orejas. No nos prestó ninguna atención. Pregunté y me contaron que era un schnauzer gigante. Este animal había sido un gran capricho de alguien de nuestra empresa y, cuando lo adiestraron, era uno de los perros que llevaba televisión española para cuidar de las unidades móviles. Nadie sabe cómo, pero alguien lo robó e intentó doblegar a un animal adiestrado a base de palizas. El perro, pasados unos días regresó con una soga amarrada al cuello, parece ser que la rompió con sus dientes, nadie sabe cómo acertó a volver, pero allí estaba. A causa de las palizas el perro ya no era apto para el servicio. Las palabras textuales eran que se había vuelto loco, no hacía caso a ninguna orden ni a nadie, mordería al que se ponía delante, fuera quien fuera y se vistiese como se vistiese, le daba exactamente igual. La orden que teníamos era que aquel perro lo entregaría el delegado de nuestra empresa. Al día siguiente llevamos el perro a su nuevo destino, la gran empresa de la que os había hablado. Nuestro delegado le recordó al jefe que aquel perro no era fiable para nada. La contestación que recibió era que «eso ero lo que él quería». Para evitar posibles responsabilidades por daños producidos por el perro, que al estar en aquella situación tras los malos tratos recibidos, no cubriría el seguro, nuestro delegado regaló el perro al jefe. De esa manera, la responsabilidad nunca seria de nuestra empresa, el jefe aceptó el regalo gustosamente. En el jardín Zen se quitaron los troncos, las ramas, las macetas y se puso una caseta. El schnauzer solo dormía, comía y descansaba. La gente de la empresa se acostumbró a verlo tumbado, sin hacer nada, poca gente lo vio de pie. El Schnauzer es un perro precioso cuando se cuida, aquel solo se podia mojar de lejos con la manguera, ni soñar con lavarlo o cepillarlo. Aun durmiendo, su aspecto daba mas miedo que respeto, su pelo negro, desaliñado, sucio, era una imagen realmente espeluznante. Pasó el tiempo y llego el otoño.
La empresa ordenó refuerzo de personal a la empresa de seguridad externa, uno de los elegidos fui yo. De manera que alguna ronda por las oficinas de noche me tocó hacer, conocía la zona. El convenio se preparaba agitado como siempre. Los trabajadores querían más, la empresa ofrecía menos. Llegó el momento de la amenaza de huelga, se puso fecha para el día de protesta. Sabíamos que aquella noche, la noche anterior a la jornada de huelga, intentarían empapelar el jardín, pero teníamos la orden de no hacer ronda en las oficinas aquella noche, también de no vigilar en exceso alrededor de las mismas. Vamos, que dejáramos que empapelaran las cristaleras. Nosotros no entendíamos nada, pero la orden venía directamente del jefe.
Como era de esperar, ya de noche oscura, una escalera se apoyó en la pared. Una sombra subió un cubo con cola y su brocha, un paquete de carteles de la huelga y una bolsa de un supermercado. Una vez todo arriba, la persona propietaria de la sombra recogió la escalera, la colocó para bajar al jardín zen. Vio al perro tumbado como siempre lo había visto, pues aquella persona había visitado las oficinas muchas veces, la cabeza fuera de la caseta, sin hacer gesto alguno al colocar la escalera. Lo llamó, tomo la bolsa del supermercado y sacó un buen puñado de salchichas frescas. Se las tiró al perro que esta vez sí reaccionó, el animal cogió las salchichas y se metió en la caseta con ellas. Sonrió por lo bien que le estaba saliendo todo, el perro había hecho lo que pensaba, sabía que comía poco, lo había preguntado con discreción, al final todos los perros son iguales. Bajó los pasquines con precaución, el perro seguía a lo suyo, con las salchichas. Subió, tomó el cubo y la brocha, lo bajó sin problema, lo puso sobre el suelo del jardín, mojó bien la brocha, como él no limpiaría después, no se preocupó de sacudirla siquiera, la levantó para dar el primer brochazo en el cristal del director, cuando un gruñido ronco sonó a su espalda. Con la mano aun levantada giró la cabeza, ahí estaba el perro, con los ojos perdidos entre su pelo, negro como la noche, lo único que veía eran dientes, muy afilados y grandes. No le ladró, solo gruñía. Intentó subir varias veces por la escalera huyendo de aquella bestia, a la cuarta lo consiguió. Recuperó la escalera y la uso para bajar del tejado.
A la mañana siguiente el jefe llegó antes de lo normal. Siempre venia cinco minutos antes de la hora, la oficina la abríamos nosotros diez minutos antes. Faltaba media hora para todo eso cuando, mucho antes de lo previsto, pidió que abriéramos la puerta y que le acompañáramos. Dos de nosotros teníamos que ir con él y hacer la ronda que no habíamos hecho aquella noche. Al entrar en las oficinas, todo parecía normal, el jefe fue directamente al jardín Zen, comenzó a reír a carcajadas, nunca se le había oído reír hasta aquel día. El perro estaba como siempre, tumbado en la caseta con la cabeza fuera. Pero en el suelo, cerca del perro había un montón de carteles animando a la huelga, un cubo volcado y una brocha por el suelo. Todo indicaba que habían intentado repetir la jugada del año anterior, pero no habían podido.
Aquel mismo día, nos dimos cuenta que a la entrada del turno, uno de los dirigentes sindicales cojeaba mucho. Este relato lo he podido completar porque con el tiempo, pude escuchar la versión de aquel hombre, que dio “gracias a algo superior” (palabras textuales) por conseguir subir la escalera a la cuarta, quince puntos llevaba aquella mañana en su culo, los pantalones destrozados y, sobre todo, su orgullo. No podía denunciar al perro o a su dueño, pues tendría que reconocer que había entrado en el jardín Zen, tampoco quería declararse dándose de baja, así que aguantó como pudo.
Casi nadie sabía los malos instintos de aquel perro loco. Solo los vigilantes, cuando dábamos la ronda por la noche lo sabíamos. Entrabamos a oscuras en la oficina, siguiendo las instrucciones, solo con nuestra linterna, comprobábamos lo primero la puerta del jardín zen, estaba cerrada y sin silicona. El perro, mientras tanto, estaba como siempre, dormido, tumbado con el cuerpo dentro de la caseta, luego revisábamos el resto de las puertas, todo cerrado, aprovechábamos por si queríamos un refresco, había maquina en las oficinas, o un trago de agua en una fuente de estas con botella. Una vez hecho todo esto volvíamos para salir, justo al volver a pasar junto a la cristalera, siempre escuchábamos como una explosión, la primera vez te asustaba de verdad. Luego ya te lo esperabas, pero seguía imponiendo. El perro no se movía nada, pero en cuanto le dabas la espalda, para dirigirte a la puerta, corría todo lo que podía y se tiraba como para atacarte, chocando con toda la violencia que podía contra el cristal. El ruido de explosión era aquel perrazo chocando siempre con el cristal, después se ponía a dos patas, con las delanteras apoyadas en el cristal, ladraba y gruñía enseñando sus dientes, hasta que cerrabas la puerta de la oficina. Recuerdo que para evitar el golpe del perro, muchos salíamos finalmente andando de espaldas, dándole la cara al perro. En este caso no se movía, ni levantaba la cabeza.
El jefe disfrutó de su regalo y creo poder asegurar que uno de los mejores amigos de aquel jefe, era su perro.
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Como siempre, desearos lo mejor, nos vemos pronto.
Entrada actualizada
Me ha resultado muy divertida la historia de este perro esquirol, aunque parece un bonito bi cho. Me gustan tus historias/»sucedidos.
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Gracias Marisa, algunas seguro que ya las conoces, por que las contaria algun dia. Seguire contando
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