Me dicen que cuente alguna historia de Semana Santa. Tengo dos, esta la contaré hoy, la otra la dejo para la próxima semana. Nos vamos al año 1982. Jueves Santo. En lugar de estar de vacaciones, pasamos aquellas fechas en Ripollet, a once kilómetros de Barcelona. Tenía diecisiete años, estudiante de bachillerato y poca vida aun a mis espaldas. Aprovechamos aquel día para hacer un trabajo del instituto. Normalmente éramos grupos de unos ocho alumnos. Pero por las fiestas y vacaciones, aquel día nos juntamos solo cuatro.
Estábamos en casa de Jordi, que pillaba justo en el centro del pueblo, más o menos a unos dos o tres kilómetros de donde vivíamos los otros tres estudiantes. Terminamos el trabajo y era bastante temprano aun, serian las seis de la tarde aproximadamente. Por aquel entonces habíamos tomado una mala costumbre cuando hacíamos un trabajo en grupo, alguien se llevaba de su casa un culillo de una botella de ron, o de licor 43, o lo que fuera, básicamente, la botella que nadie echaría en falta, por rara o por tener poca cantidad. El alcohol que fuese, lo mezclábamos con una botella de dos litros de coca cola. Con eso quedaba bastante diluido, luego se repartía entre todos los del grupo, con lo que tocábamos a un vaso y poco más. Aquella costumbre llevaba entre nosotros pocos meses, ya teníamos casi dieciocho años, comenzábamos a jugar un poco con el alcohol, aunque ya veis que muy inocentemente.
Pero aquella tarde, en lugar de ocho estábamos solo cuatro compañeros. Manuel, Juanito (que era el más grande de todos, era repetidor y tenía el doble de cuerpo que yo, pero era Juanito, que se le va a hacer), Jordi y yo. En casa de Jordi no había coca cola aquel día, las botellas de alcohol no se podían despistar, de manera que nos organizamos. Dos fueron a por el refresco, Juanito y yo a por el alcohol. Por aquel entonces, no era muy problemático comprar según que bebidas, pero por si acaso, Juanito ya tenía los dieciocho, con lo que no tendríamos problemas. O eso creíamos nosotros. Era Jueves Santo. Todo cerrado. Pero buscando, buscando, encontramos una pequeña tiendecilla, de estas que tenían de todo, pequeña y oscura. El dueño, un señor mayor, nos dice que alcohol no tiene. Cuando salíamos por la puerta, nos llama, Que no recordaba que le quedaba una cosa de hace tiempo. Nos sacó una botella de Vodka, de litro y cuarto. La cosa más rara que habíamos visto nunca. Nombre impronunciable y una botella espectacular. Polvo tenía para aburrir, el buen hombre la limpió con un trapo, como no estaba marcada, creo que nos cobro bastante menos de lo que debía. Más contentos que unas pascuas, con nuestra flamante adquisición, llegamos a casa de Jordi, a su cuarto de estudios, que era donde habíamos hecho el trabajo. Les enseñamos nuestra compra, orgullosos, a los compañeros. Miramos la botella, muy chula ella. Entonces nos dan un pequeño disgusto, para ellos también fue un problema que estuviesen casi todas las tiendas cerradas por Jueves Santo. Menos mal que les vendieron una coca cola, pero de un litro, en lugar de la grande de dos.
Como es normal, todo eso no nos amilanó lo mas mínimo. Mezclamos el refresco con el vodka. Pero a Manuel y a Jordi, el resultado no les gustó nada. Sin embargo, a Juanito y a mí, nos encantó. Aquello era una bebida de reyes. Mientras hablábamos de nuestras cosas, la botella de vodka se terminó, de coca cola quedaba algo. Nos la habíamos pulido prácticamente entre Juanito y yo. En aquel momento, empecé a notar cosas raras. El suelo se movia, las paredes también, y no necesariamente al mismo ritmo, no escuchaba bien lo que me decían y todo me parecía un mal sueño. Tomé una rápida y enérgica decisión. Algo iba mal, de manera que lo mejor era ir a casa. Además, no sabía que pasaba con mi cuerpo, pero debía irme rápidamente. Tenía que dar una excusa, o eso pensé yo. No se me ocurrió otra cosa que decir que mi hermana estaba mala. Estaba muy preocupado, que me iba inmediatamente. Recuerdo despedirme y cerrar la puerta de casa de Jordi. Lo siguiente que mi me mente recuerda es la cerradura de mi casa, intentando meter la llave para abrir aquella puerta. El recorrido desde casa de mi amigo a la mía está totalmente borrado de mi memoria. Pero lo importante en aquel momento era abrir aquella maldita puerta. Por fin conseguí que entrara la llave, y girarla, que no era poco. Mientras lo hacía, recordé algo muy importante que había oído, no sabía bien donde. “la comida ayuda a que el alcohol afecte menos. Si quieres que no te afecte, come.” Mi madre, estaba dentro, al fondo de mi casa, lo primero que encontraba al entrar en ella era la cocina. De manera que entre y decidí alimentarme bien. Sabía que aquel mal cuerpo me lo había provocado el alcohol, tenía que contrarrestarlo con comida. ¿Cuál fue mi decisión? Lo más fácil en aquel momento y con aquel cuerpo, era un bocadillo de atún. No sin esfuerzo, me hice aquel “bocata”. Ahora bien, fue darle el primer bocado y me faltaron pies. La siguiente imagen que tengo es la de estar echando de mi cuerpo lo mas grande. Todo, de mi cuerpo salió todo. En eso estaba cuando sonó el timbre de mi casa. Como yo estaba con aquella faena, quien abrió la puerta fue mi madre. Se encontró con mis amigos Manuel y Jordi, que le dijeron que yo había comentado que mi hermana estaba mala. La pobre, lo único que tenía era un poco de garganta, y algo de fiebre. Me imagino la cara de mi madre al escuchar la preocupación de mis amigos. Ella los conocía desde hace tiempo, habíamos hecho trabajos juntos en mi casa también. No entendía nada. En aquel momento, decidí acudir, llegué con mis amigos. Mi madre nos dejó y me explicaron. Cuando yo me fui, Juanito también tuvo una reacción similar a la mía. El vodka subió y de qué manera. Lo pasaron fatal, les costó un gran esfuerzo, a ratos arrastrándolo y otros empujándolo, llevarlo a su casa. Esta estaba a otros dos o tres kilómetros de la de Jordi, pero en dirección totalmente opuesta a la mía. Una vez lo dejaron en su casa, se acordaron de mí. Si Juanito no había estado en facultades de llegar por si solo a su casa, ¿Habrá llegado este? Por eso, una vez terminado el traslado de Juanito, se habían decidido a comprobar que había pasado conmigo. Se tranquilizaron mucho al ver que estaba en casa, lo de sano y salvo vamos a dejarlo. Cuando se fueron, mi madre me pregunto qué me pasaba, que tenía muy mal color, que ya había arreglado el desastre del baño. Lo único que pude decirle era que me acostaba, que estaba fatal. ¿Has comido algo? Me preguntó, si, un bocadillo de atún.
Al día siguiente fuimos al médico, Viernes Santo, de urgencias. Una vez contado los hechos, pero solo los conocidos por mi madre, mi diagnostico fue claro y preciso. Intoxicación alimenticia por comer atún en mal estado. Tratamiento, una semana comiendo solo arroz hervido.
Todo aquello trajo consecuencias en mi vida. Por ejemplo, aun hoy, más de treinta y cinco años después, cuando huelo el vodka, mi cuerpo reacciona. No puedo evitarlo. Pero tuvo otra consecuencia inesperada. Después de Semana Santa, volvimos a la rutina de las clases en el instituto. Yo por entonces era uno de los alumnos que pasaban más inadvertidos, destacaba poco, o más bien nada. Me conocían solo mis compañeros de clase, prácticamente. Cuál fue mi sorpresa cuando casi todas las chicas del instituto me saludaban. Alguna hasta me dio un par de besos en la mejilla. Me había convertido en una celebridad. No entendía nada. Intentado averiguar el por qué de las cosas, con el tiempo pude saber parte de lo que había olvidado. Aunque no todo. Parece ser que me dio por abrazar farolas, presentarme, con besos incluidos, a todas las chicas que tuve la fortuna de cruzarme en mi viaje de una casa a la otra. Alguna trastada más hice, pero no viene al caso. Sigo sin recordar nada de todo aquello. La experiencia me sirvió para no volver a liarla tan gorda, creo que nunca.
Está claro que esta no es una historia de Semana Santa, pero me pasó un Jueves Santo, digo yo que puede valer. ¿No? Coméntalo si quieres.
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Como siempre, desearos lo mejor, nos vemos pronto.